En los últimos años, hemos sido testigos de una inquietante transformación de la vida cotidiana: la absorción progresiva de nuestras experiencias por sistemas de control, registro y predicción mediados por inteligencia artificial. Esta transformación —que el filósofo Éric Sadin describe como la siliconización del mundo— no sólo altera nuestra relación con la tecnología, también redefine el sentido mismo de la existencia humana bajo la lógica del dato y la eficiencia.
Uno de los conceptos más representativos de este nuevo orden es el llamado “Ojo de Dios”: una tecnología capaz de observar, registrar y procesar todo lo que ocurre en su campo de visión —físico o digital—, con la promesa de ofrecer un conocimiento total e inmediato de los acontecimientos. Aunque inicialmente asociada a contextos militares o de vigilancia urbana, la idea comienza a permear el ámbito educativo, donde se presenta como una herramienta para “mejorar” el aprendizaje mediante el monitoreo constante de los estudiantes.
Pero, ¿qué significa en realidad introducir el “Ojo de Dios” en las aulas? ¿Qué tipo de educación se cultiva cuando se reemplaza el acto de enseñar por la captura algorítmica del comportamiento?
Del sujeto al dato: la pedagogía tecnogestionaria
En el contexto educativo, el “Ojo de Dios” adopta la forma de plataformas que rastrean movimientos oculares, expresiones faciales, niveles de atención, respuestas fisiológicas o patrones de interacción digital. A través de cámaras, sensores, wearables y sistemas de inteligencia artificial, se perfila un nuevo modelo pedagógico basado no en el diálogo ni en la experiencia compartida, sino en la administración automatizada del rendimiento.
Lejos de responder a una demanda genuina del campo pedagógico, esta lógica proviene del mundo empresarial y su obsesión con la eficiencia. El alumno es transformado en una “fuente de datos” y el docente en un supervisor de dashboards. La enseñanza ya no es un proceso ético, sensible, ni situado, sino una operación técnica, evaluada por métricas de rendimiento y normalización del comportamiento.
Éric Sadin advierte sobre esta deriva en su obra La silicolonización del mundo, donde denuncia el paso de un mundo humano —construido por la incertidumbre, el error, la relación— a un régimen de verdad algorítmica que pretende gobernar la vida en su totalidad. En este régimen, la educación no se salva: es una de sus piezas centrales.
El aula transparente: vigilancia y pérdida de intimidad
Aplicar el “Ojo de Dios” a la educación implica establecer un aula completamente transparente. Una transparencia que no busca claridad en el sentido ético, sino una visibilidad total que anula el derecho a la opacidad, al silencio, al ensayo y al error sin consecuencias.
La pedagogía de la vigilancia no solo mide el conocimiento, también la conducta, el estado emocional y las reacciones físicas. Todo queda registrado, categorizado y eventualmente clasificado. El alumno ya no es un sujeto en formación, ahora es una suma de variables que deben coincidir con un modelo preestablecido de “buen estudiante”.
¿Y qué queda entonces del pensamiento divergente, de la imaginación, del aburrimiento creativo, del fracaso como forma de aprendizaje? ¿Dónde se sitúan la resistencia, la duda, la crítica?
Este modelo extiende la racionalidad del control a los espacios más íntimos de la subjetividad, con la promesa de detectar “problemas” antes de que emerjan: desmotivación, bajo rendimiento, inatención. La escuela se convierte así en un dispositivo preventivo que diagnostica antes de escuchar, que interviene antes de comprender.
Riesgos de una inteligencia pedagógica sin inteligencia ética
El “Ojo de Dios” no es neutral. No es una herramienta “inteligente”, es un operador ideológico. Bajo su apariencia tecnológicamente avanzada se oculta una visión profundamente empobrecida del ser humano, donde lo importante no es el proceso, sino el resultado; no el sentido, sino la respuesta correcta; no el diálogo, sino la monitorización constante.
Uno de los peligros centrales de esta deriva es el reemplazo de la autoridad pedagógica por la autoridad del algoritmo. La decisión ya no la toma un maestro que conoce el contexto del estudiante, sino un sistema que cruza variables abstractas para emitir juicios sobre su conducta o su desempeño. Y cuando eso ocurre, no solo se deshumaniza la enseñanza: se socava la base misma del acto educativo como espacio de transformación mutua.
Más aún: la acumulación de datos en tiempo real sobre millones de estudiantes genera nuevos mercados en torno a la “minería educativa”. Compañías privadas acceden a información sensible con fines comerciales, y en nombre de la personalización se perpetúan desigualdades estructurales: no todos los algoritmos son justos, y no todos los cuerpos son legibles por las máquinas.
¿Tecnología para quién y con qué propósito?
Es cierto que la tecnología puede ser una aliada en ciertos procesos educativos. No se trata de oponerse a toda forma de innovación, sino de preguntarse por los fines. ¿Queremos una educación que prepare sujetos críticos, capaces de habitar un mundo complejo, o una educación que forme operadores eficientes de sistemas que no pueden cuestionar?
Antes de incorporar sistemas como el “Ojo de Dios” en las aulas, es urgente abrir un debate pedagógico, filosófico y político sobre qué entendemos por educar. No podemos seguir delegando decisiones educativas a sistemas tecnológicos que, por más sofisticados que sean, carecen de ética, sensibilidad o contexto.
Como diría Sadin, el problema no es la tecnología en sí, sino el hecho de que estamos dejando que ella determine las condiciones de lo humano. Si la educación no resiste esa lógica, se convierte en una extensión más de un orden tecnogestionario que reduce la complejidad del pensamiento a simples patrones de comportamiento.
La educación como acto humano irreductible
La promesa del “Ojo de Dios” en la educación es seductora: control, orden, eficiencia, personalización. Pero es también una trampa. Porque una educación sin error, sin silencio, sin conflicto y sin encuentro no es educación, sino entrenamiento.
Si algo debe preservar la escuela es la posibilidad de lo imprevisible, de lo incalculable, de lo humano. Frente al brillo de las pantallas y la obsesión por medirlo todo, recordemos que educar no es vigilar, sino acompañar. Que enseñar no es programar, sino abrir mundos. Y que ningún algoritmo, por más preciso que sea, puede reemplazar la potencia transformadora de una mirada humana que confía, escucha y espera.
Si. Duda un gran reto en el proceso educativo no perder la sensibilidad de lo humano, la mirada desde y al interior del otro. Sin métricas ni alcances normativos, solo desde la grandeza de nuestra naturaleza humana única e irrepetible.
Interesante reflexión, que pone de manifiesto la importancia de conservar aquello que nos permite crecer en humanidad. Pone de relieve el no confundir educación con algo parecido, con un entrenamiento que nos puede llevar a lugares que no son los deseables en la vida humana.
Gracias por compartir y coincido en la perspectiva de conservar lo humano sobre lo tecnológico en la educación, la construcción de una mente creativa; de un ser humano potenciado por las herramientas. En el papel del educador el reto innovación, creatividad, adopción, asombro y motivación deben ser continuamente entrenados pues los desafíos del mundo demandan una postura ética y preparada, humilde y sensible a las realidades y perspectivas actuales. ¡Construyamos juntos en comunidad Anáhuac!
Excelente artículo, muchas felicidades al autor del mismo, pues de una manera clara, fluida y precisa expone y advierte de los riesgos que implica la IA dentro del ámbito educativo, exhortándonos a tomar consciencia y responsabilidad en tanto agentes educativos. Ojalá puedan poner el nombre del autor y no el correo genérico del CEFAD.